Saturday, April 18, 2009

Un desierto en el refrigerador

14 de abril, 2009 - 18 de abril, 2009

(Para Row, y a veces, también para Ernestina)


La verdad era que aunque viviera constantemente dentro de un refrigerador, su boca siempre tenía la sensación de estar ahogándose con un algodón de azúcar morado y gigante en medio del desierto.
El día en el que tuvo que ponerse desodorante tres veces en cuatro horas, fue el cataclismo que tenía que suceder para que se mudara a un refrigerador.
No había manera de convencerlo de que fuera de esa caja metálica con olor a encerrado y zumbido constante existían otras maneras de no sudar.
Hasta el agua le daba miedo.
Quizás era la parte líquida del asunto, el que no pudiera asirla, el que se le escapara entre sus obscenas mentes cochambrosas. Quizás. (Y sí, el plural es como debe ser, no son dedazos sobre la letra que pluraliza las palabras; dentro de un ser así solamente podrían existir mentes que se acompañen, no una sola que juegue al eco dentro del cuestionamiento de la división entre mente y cuerpo).
El zumbido lo acompañaba mientras jugaba a un ajedrez litúrgico con las palpitaciones de sus sienes y sus tobillos. Escribía marometas en su descansar.
Lo que simplemente no podía concebir era su absoluta incapacidad de tocar un instrumento. Por eso se inventaba canciones que no tuvieran ni armonía ni sintonía, de esta manera no importaba qué nota le sacaba al cuerpo en cuestión (porque veía a los instrumentos como cuerpos, como personas), empataba con tal canción.
En la repisa donde deberían de ir las alcachofas y los jitomates tenía un saxofón demasiado agudo. En el anaquel dónde generalmente se acomodan los quesos y las carnes frías tenía un trombón que de tan pequeño parecía hecho a la medida para un enano. Donde estarían los yogures tenía un triangulo y dos platillos. Y en la puerta, donde los huevos se sienten más cómodos, una flauta transversa de latón, aunque debería de ser de plata.
A veces su cuerpo no le hacía mucho sentido, por lo que intentaba manipularlo de otra manera, (saltar con los codos, abanicarse con los dientes, ver por las narinas, caminar con la cintura) , y de esta manera, entre la confusión corporal y musical, salían estruendosos conciertos desde dentro de un refrigerador que se encontraba en un centro comercial al que nadie iba a comprar esos aparatos para mantener el frescor de todos los alimentos.
Una de los miedos más atroces de este personaje que aun no nombramos pero podríamos llamar Oster, eran los dedos de sus pies. Le aterraban los dedos de sus pies, o más bien, le aterraba la noción de que quizás mientras roncaba, alguien pudiera cambiárselos por otros. Así que al despertar, siempre con un aullido tremebundo para asegurarse de que sus cuerdas vocales seguían funcionando y para ser su propio auto despertador, revisaba sus pies. Alisando los pliegues del sueño y tirando las ensoñaciones, revisaba sus pies, bostezaba y cuestionaba una a una sus falanges. Les hacía preguntas que únicamente unos dedos que hubieran vivido con él toda la vida sabrían responder. Intentaba no llegar al punto de la tortura, pero a veces era absolutamente necesario, tenía que saber si eran suyos o si eran embusteros. Otras veces los pintaba de colores distintos (de dónde sacaba barniz de uñas dentro del refrigerador será un misterio que hasta la fecha no se ha podido resolver), y jugaba a que las diminutas uñas eran oráculos maravillosos en los que podía ver el futuro de la humanidad.
Habrá que aclarar en este momento que Oster no era humano, o por lo menos no en todo el sentido de su significado y su metafórica razón. Una vez había escuchado sobre un señor que una vez fue grillo y todo lo que esa metamorfosis conllevo, y decidió que él (si es que le podemos atribuir un género sexual definido), era una mariposa que una vez fue rana que alguna vez se convirtió en un delfín que se comió a la mariposa que era cuando deseaba ser almeja que creaba perlas traslucidas que explotaban como burbujas en el caparazón de una tortuga abandonada por el destino en un desierto que se había colado dentro de un refrigerador.
Era extraño ver, si es que alguien alguna vez lo vio, un almacén gigantesco al que nunca nadie entra, filas y filas de refrigeradores fuera de sus cajas, todos similares, pero de distintas formas y colores. Como un gran ejercito para luchar en contra de la podredumbre de los alimentos. Filas y filas de soldados innertes ante la inminencia de que no están conectados a la luz eléctrica. Todos menos uno. El de Oster era el único que sí servía, que tenía el eterno zumbido que Oster utilizaba como tortura contra los dedos de sus pies. Cómo lo conectó, quién lo conectó, por qué estaba conectado si “nadie” lo usaba, no son preguntas que se deben de hacer de noche porque alguien de una agencia gubernamental secreta podría escuchar esos pensamientos e intentar acabar con todos los globos que intentes inflar en tu vida.

(primera parte)

1 comment:

Rowena Bali said...

Gracias, querida Kelly, por esta dedicatoria que me honra y me asombra. Es un cuento extraordinario, me encantó. Ya tengo una reserva grande de cosas tuyas para mi revista. Un beso inmenso.

(( ))

( un paréntesis es un momento para respirar ) ( un paréntesis es un silencio para soñar ) ( un paréntesis es un espacio para estar )