Monday, August 23, 2010

Oda al Culo - Pedro Mairal

(texto fantástico, anatómico, erótico)

BOGOTÁ (Soho). No suelo concordar con el prójimo varón sobre cuál es
el mejor culo. Noto un gusto general por el culito escuálido de las modelos
flacas. A mí me gustan grandes, hospitalarios, macizos. Me gusta el culo
balcón, que sobresale y se autosustenta como un milagro de ingeniería. El
culo bien latino, rappero, reggaetón, de doble pompa viva y prodigiosa.
Me salen versos cuando hablo de culos. Quizá porque en los culos hay
algo más antiguo y atávico que en las tetas, que en realidad son una
intelectualización. Las tetas son renacentistas, pero el culo es primitivo,
neanderthaliano. Con su poder de atracción inequívoca, su convergencia
invitadora, es un hit prehistórico. Despierta nuestro costado más bestial:
el del acoplamiento en cuatro patas. Las tetas son un invento más reciente,
son prosaicas. El culo, en cambio, es lírico, musical, cadencioso,
indiscernible del meneo de caderas, del ritmo, la batida de la bossa que
retrata a la garota que se aleja en Ipanema.
Porque el culo siempre se aleja, siempre se va yendo, invitando a que
lo sigan. Se mueve en dirección contraria de las tetas que siempre vienen y
por eso suelen ser alarmantes, amenazadoras, casi bélicas (me acuerdo de las
tetas de Afrodita, la novia de Mazinger Z, que se disparaban como dos
misiles). Las tetas confrontan, el culo huye, es elegía de sí mismo, se va
yendo como la vida misma y deja tristes a los hombres pensando qué cosa más
linda, más llena de gracia aquella morena que viene y que pasa con dulce
balance camino del mar.
Las mujeres argentinas tienen orto, las colombianas jopo, las
brasileras bunda, las mexicanas bote, las peruanas tarro, las cubanas nevera
o fambeco, las chilenas tienen poto. O mejor dicho, las chilenas no tienen
poto, según mis amigos transandinos que se quejan de esa falta y quedan
asombrados cuando viajan por Latinoamérica. Yo mismo casi me encadeno a la
muralla del Baluarte de San Francisco en el último Hay Festival de Cartagena
de Indias para no tener que volver y poder seguir admirando el desfile
incesante de cartageneras o barranquilleras cuyos culos altaneros merecían
no este breve artículo sino un tratado enciclopédico o un poemario como el
Canto General.
De las cosas que hacen las mujeres por su culo, la que más ternura me
da es cuando lo acercan a la estufa para calentarlo. No lo pueden evitar.
Pasan frente a una chimenea o un radiador y acercan el culo, lo empollan un
rato. El culo es la parte más fría de una mujer. Siempre sorprende al tacto
esa temperatura, el frescor del cachete en el primer encuentro con la mano.
Durante el abrazo, se puede llegar a los cachetes de dos maneras. Una
es desde arriba, si la mujer tiene puesto un pantalón, pero es dificultoso y
lo ajustado de la tela impide la maniobra y la palmada vital. La otra forma
es desde abajo y eso es lo mejor, cuando se alcanza el culo levantando de a
poco el vestido, por los muslos, y de pronto se llega a esas órbitas
gemelas, esa abundancia a manos llenas. En ese instante se siente que las
manos no fueron hechas para ninguna otra cosa más que palpar esa felicidad,
para sentir con todos los músculos del cuerpo la blanda gravitación, el peso
exacto de la redondez terrestre.
Se suele pensar que, en el sexo, la posición de perrito somete a la
mujer. Pero hay que decir que abordar por detrás a una mujer de ancas
poderosas puede ser todo lo contrario: es como acoplarse a una locomotora,
como engancharse en la fuerza de la vida, hay que seguirla, no es fácil, uno
queda subordinado a su energía, hay que trabajar, darle mucha bomba, carbón
para la máquina. Es uno el que queda sometido a su gran expectativa,
absorto, subyugado, vaciándose para siempre en la doble esfera viva de esa
mantis religiosa.
Una vez vi un hombre de unos 45 años dando vueltas al parque,
corriendo tras su personal trainer. Lo curioso es que era una personal
trainer, y las calzas azules de esta profesora de gimnasia evidenciaban que
tenía un doctorado en glúteos. Como el burro tras la zanahoria, el hombre
corría tras ella sin pensar en nada más que ese seguimiento personal. No me
sorprendería que a la media hora hubiera un grupo de corredores trotando
detrás, en caravana. La música de los culos es la del flautista de Hamelin.
Los hombres, con su legión de ratones, van tras ella, hipnotizados.
Las mujeres saben aprovechar sus recursos. Yo trabajé en una empresa
en el mismo piso que una arquitecta narigona (esas narigonas sexys) y con un
"tremendo fambeco". Ella sabía que era su mejor ángulo y lo hacía valer, con
unos pantalones ajustados que dejaban todo temblando. Era una de esas
oficinas cuadradas, llenas de líneas rectas: el almanaque cuadriculado, la
tabla rectangular del escritorio, la ventana, los estantes, las carpetas de
archivos. Un lugar irrespirable de no ser por el culo de la arquitecta que a
veces pasaba camino a tesorería o a la fotocopiadora. Su culo era lo único
redondo en todo este edificio de oficinas. Lo único vivo yo creo. Nunca
intenté nada (se decía que tenía un novio), pero en una época yo pensaba
escribir una novela con los acoplamientos heroicos que imaginé con ella. Una
novela que iba a titular, con un guiño a Greenaway, "El culo de una
arquitecta".
No escribí ni dos líneas de esa novela, pero sí algunos poemas que
ella nunca leyó. Me acuerdo que la veía antes de verla, la intuía en un
ritmo particular que tenía el sonido de sus pasos, un peso, un roce de la
cara interna de sus muslos de falsa mulata. Cuando aparecía en el rabillo de
mi ojo, ya sabía plenamente que se trataba de ella. Y pasaba y todo se
detenía un instante, el memo, el mail, la voz en el teléfono, todo se
curvaba de pronto, no había más rectas, todo se ovalaba, se abombaba, y el
corazón del oficinista medio quedaba bailando. No exagero.
Además era plena crisis del 2002. Todo se derrumbaba, caían los
ministros, los presidentes, caía la economía, la moneda, la bolsa, caía el
gran telón pintado del primer mundo, caía la moral, el ingreso per cápita,
todo caía, salvo el culo de la arquitecta que parecía subir y subir, cada
vez más vivaracho, más mordible, más esférico, más encabritado en su
oscilación por los corredores, pasando en un meneo vanidoso que parecía ir
diciendo no, mirame pero no, seguime pero no, dedicame poemas pero no. Ojalá
ella llegue a leer esto algún día y se entere del bien que me hizo durante
esos dos años con solo ser parte de mi día laborable pasando con tanta
gracia frente al mono de mi hormona. Y ojalá se entere también que, cuando
me echaron, lo único que lamenté fue dejar de verla desfilar por los
pasillos respingando el durazno gigante de su culo soñado.

Sunday, August 22, 2010

Sismos evocativos - publicado en "El perro" #18


Ayer tembló, una vez más.

Desnuda, como suelo dormir en este verano en el que las sábanas se contagian de mi olor durante la noche y lo pierden durante el día, desperté.

Desperté con el mundo temblando a mi alrededor, desperté sonriendo desde el fragor de un sueño olvidado. Desperté temblando, sola.

Desnuda, me moví, rodé hacia el final de la cama, y me coloqué, de cuclillas, desnuda, en el triangulo de la vida, aquél junto a un mueble que, dicen, puede salvar tu vida. Y esperé, esperé a que dejará de temblar. Minutos alargados en movimientos ajenos. Geología de las evocaciones, remembrando, acordando.

Mi casa, toda ella, me platicaba secretos que había callado durante meses sin temblorina ni terremotos; quería salir de ese triangulo de las bermudas de supuesta seguridad para ver lo que decían, acercarme a los libros y libreros, las cazuelas y las cajas de cereales vacías. Todos los objetos de mi hogar dialogaban en un idioma que, por primera vez desde que los conocía, me parecía reconocible.

Era la lengua de mi infancia.

Mis nostalgias se albergan entre los movimientos de las capas tectónicas y sus réplicas.

Los terremotos me transportan a mi infancia. El zarandeo en una cama, despertar entre movimientos ajenos, en solitario, son parte inequívoca de un tiempo desplazado a un cuerpo más pequeño, más dulce y, ligeramente, más inocente.

La tierra tiembla porque se despereza, me susurraba por las noches en un departamento en un octavo piso, con mi hermano durmiendo del otro lado y ajeno a los movimientos del ir y venir de nuestro hogar, metáfora literal y metáfora terrestre.

La tierra tiembla porque ya no puede aguantarse las cosquillas que le da el que caminemos encima de ella todo el tiempo. Los tacones son lo peor. Los descalzos, los siente como caricias.

La tierra tiembla porque le tiene un miedo inconfesable a la oscuridad del universo.

La tierra tiembla porque está haciendo el amor con alguien a quien no vemos. La tierra tiembla porque le da la gana.

La angustia que puede causar un movimiento telúrico se ve desplazado por la nostalgia de un momento que ya no es mío más que en la memoria de una niña que nunca fui. Los recuerdos se pintan de colores ajenos a los que se escribieron en su momento.

Mi cama, en el hogar infantil, está coloreada de dos elementos nocturnos, los ruidos que provenían del cuarto de mis hermanos, fantasmas, supuse posteriormente, que siempre movían muebles y cuando pensaba atraparlos en su ir y venir, se esfumaban dejando las cosas tal cual habían estado. Y por los temblores.

En un octavo piso los temblores más mínimos se sienten como si movieran tu cama. No. No salía corriendo. Nadie me despertaba. Simplemente sentía el arrullo de la tierra, veía cómo ciertos cuadros, algunos peluches se desplazaban hacia un lugar más cómodo, y me volvía a dormir, con la certeza de que, en algún otro momento, otro movimiento volvería a despertarme.

Ayer tembló y yo sonreía. Mi hogar, solitario, sin peluches, sin hermanos en el cuarto de junto, sin respiraciones más que las mías y las de los libros, me habló con el movimiento de la tierra.

La evidencia del desplazamiento de un recuerdo a una certeza en tiempo presente hace que los colores de ciertos fragmentos de la memoria se calquen con tonalidades más verosímiles en los Cuentacuentos de los soliloquios. Si la tierra sigue temblando ahora, y me despierta a las 2:22 de la mañana, entonces, mi infancia sí sucedió, entonces mi vejez se verá plagada por este tipo de movimientos también.

Si la tierra me sigue arrullando con su movimiento, entonces puedo salir del triangulo en el que me refugié, meterme entre cobijas ligeramente húmedas y sonreír al soñar, porque el tiempo no ha cesado de marcar el vaivén pendular de las capas tectónicas de la memoria.

Ahora es momento de esperar las replicas evocadoras.

(( ))

( un paréntesis es un momento para respirar ) ( un paréntesis es un silencio para soñar ) ( un paréntesis es un espacio para estar )