Cuando se amanece con el alma sabor a pesadilla…
Un día, cualquiera, deseaba sacar a pasear un árbol, un cerezo sin flor, un manzano triste, una bugambilia sin retoño, una noche buena seca. Posar al árbol sobre un carrito con una cuerda con la cual jalarla, no empujarla. Sin maceta, tiene que ser sin maceta.
La soledad adquiere textura, no es etérea, sino que son personalidades múltiples; multiplicidad de personajes que caminan a su lado, comentando sus pensamientos. Un domingo la soledad se contextualiza en sus pasos; una personalidad distinta por cada experiencia que no comenta con nadie más.
El árbol le susurra invocaciones para adquirir insomnio más seguido, para alejarse de las pesadillas, para temblar un poquito menos al ser fotografiada por una amistad que no sabe hacerla llorar.
Transcribe sus pasos en las ramas del árbol que pasea, sus raíces crecen; el tronco no. Se tropieza en la calle en la que perdió su inocencia la primera vez; un perro la miró con lascivia y después le ladró, ella quiso morderlo, ya no recuerda qué pasó después.
Soñó con una muerte y a nadie le importaba, porque la vida no había valido demasiado, más que en aliento. Era triste, sí, una tragedia más para guardársela en el delantal al hornear galletas, y ya. Eso era todo.
Soñó con una muerte que no puede siquiera mencionar en voz alta. En dos semanas se cumpliría otra muerte más; acumulación de nostalgias.
Hace muchos años, cuando todavía no sabía sacar a pasear árboles, soñó una muerte. Para que no sucediera, lo contó en voz alta, con detalles nimios, frente a tres hombres de barbas largas y conciencias cortas. Supuestamente se quitó el maleficio. Ahora observa la vida que salvó; o era insalvable o su pesadilla la orilló a no-vivir eso a lo que despertaba todos los días.
Ahora una muerte más que se cobijaba en su almohada, reposando sin desperezarse demasiado, cómoda en el transcurrir de las imágenes siniestras. El cómo era más incierto que el despertar que no llegó a tiempo para no sólo vivir la muerte, sino su falta de consecuencia.
Saca a pasear un árbol un día que pesa el triple que el resto, no se encorva pero es el hombro el que sostiene la yerma existencia. Lo saca a pasear y se tropieza un poco más, las raíces ahora tocan el suelo, acariciándolo con gemidos que no se deberían de mencionar sobre una página en blanco. Se disloca un poco el hombro, jalando el carrito sobre el que pasea al árbol.
Nadie la mira realmente; normalidad de un día de esos en los que las nubes están por explotar sin que lo hagan, o al revés. Pasear un árbol por la soledad acompañada de ciudad es, normal.
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