Monday, August 29, 2011

(huracán ambivalente)

publicado en Milenio
http://impreso.milenio.com/node/9016767


El huracán ambivalente
Escribo ahora domingo desde el Lower East Village, cerca de las avenidas que en vez de números llevan letras. Los medios internacionales dicen que no debería estar afuera, que no debería salir de casa y menos en bicicleta y menos a ver la ciudad, a comer unos noodles. Pero el día está tan agradable, es imposible que algo más pueda suceder ahora, ¿no?


2011-08-29•El Ángel Exterminador


Desde el viernes comenzó la locura, la ambivalencia del estado del tiempo. El día divino, el parque lleno, el cielo azul. La humedad no arremetía demasiado como para no poder caminar más de cierto número de cuadras sin estar empapado en el jugo propio, tanto los turistas como los habitantes de la isla disfrutaban del inicio del fin de semana pero… por debajo de la tierra ya comenzaba el caos. Los supermercados, como Whole Foods en la 59 con Broadway estaba atascado. Imágenes que nunca antes se habían visto en un supermercado de esta ciudad. Me tardé diez minutos en conseguir un carrito, me tardé 45 minutos en la cola para pagar. Los anaqueles de agua, de alimentos enlatados y de galletas estaban prácticamente vacíos. Tampoco encontré setas.

Obviamente las baterías y las linternas estaban agotadas. Eran las cinco de la tarde. El día pedía disfrutarlo, no prepararse para una catástrofe. Dejé todo en casa y salí a caminar al parque, a leer, a ver un atardecer rosado en el que la ciudad se vestía con sus mejores galas.

Y llegó la oscuridad y la noche y un poco de miedo ante la ambivalencia. ¿Qué sucedería?

Lo único, hasta el momento, que sucedía y que era lo más extraño de la ciudad era que la gente conversaba. En una ciudad en la que ni a los vecinos se les saluda en el elevador de pronto todas las conversaciones estaban permitidas. Con la señora de setenta años demasiado bronceada y que me decía que tenía cuatro linternas en casa pero que también quería velas. ¿Cuáles comprar? Yo las olía, si ya iba a comprar velas sobrevaluadas por necesidad, por lo menos que olieran bien y no a baño de estación de camiones.

Con los vecinos se discutían las medidas, sí, ya hay agua, no, no apagarán el elevador a menos de que sea necesario. Con cualquiera era permitido hablar, en el edificio, en la calle, en el supermercado. Las catástrofes inminentes unen a los seres humanos.

Y las reacciones, esas desde el viernes hasta el sábado por la noche se contrarrestaban. Las medidas eran demasiado extremas, el mundo se iba a acabar, teníamos que hacer fiesta, deberíamos estar en casa, debajo de la cama. Cualquier cosa podía suceder. El viernes ya se había evacuado, de manera obligatoria, el sur de la isla y otras zonas bajas como Brooklyn, Long Island, etc. Ya amenazaban con cerrar el sistema de transporte público y el sábado amanecimos con la noticia de que a medio día correría el último tren.

Por primera vez en la historia de la isla se llevaba a cabo una evacuación obligatoria y se cerraba el metro y los autobuses. La ciudad quedaba paralizada.

Me quedé en casa, esperando, hasta que vi que esa mañana todavía no se desplomaba el cielo sobre nuestras cabezas. La computadora me decía dónde estaba esa mujer, esa Irene y todavía andaba bailando con Carolina del Norte.

Central Park estaba lleno de personas que como yo, caminaban, andaban en bicicleta, disfrutaban del silencio y de la tranquilidad antes de… lo que fuera a suceder. Llovía intermitentemente. Yo quedé empapada con una de esas lluvias calientes y húmedas que recuerdan los veranos de Acapulco.

Y de nuevo el encierro. ¿Cómo salir si no sabes si podrás regresar? Sólo los taxis recorrían las calles. El día anterior le había mandado un texto a un amigo “Cerrarán el metro, ¿dónde se te antoja quedarte atrapado?”. En la ciudad de la movilidad, estábamos restringidos a nuestras piernas y cuadras cercanas.

A lavar la ropa. Todos en el edificio lavaban la ropa al mismo tiempo y, de nuevo, las conversaciones que generalmente no se llevarían a cabo, ahora eran permitidas, los saludos, las sonrisas. La naturaleza agresiva de Nueva York se desvanecía ante el coqueteo de un desastre natural.

***

La tarde fue tan lenta como esos días en los que otra catástrofe nos había obligado a encerrarnos, pero eso fue en México y hace unos años y la tensión era más aterradora y el encerrón duró más tiempo. Aquí, pues era la ambivalencia de no saber qué vendría. Por la noche decidí salir. La lluvia era ligera, Irene no vendría hasta media noche.

Times Square estaba prácticamente vacío. Las tiendas que nunca cierran como Starbucks y Sephora pedían disculpas y le echaban la culpa al estado del tiempo.

Los bares irlandeses llenos, era lo único abierto. Si había que recibir el fin del mundo, con un whiskey en la mano era como mejor había que hacerlo.

Jamás una mujer había sido tan esperada como Irene.

***

Me quedé esperándola toda la noche. Esperando escuchar los truenos, el viento golpeando contra mis ventanas, la violencia de la naturaleza en su apogeo. Me quedé dormida a las tres de la mañana. Un ruido sordo me despertó. Se había caído la lámpara del techo, eran las ocho de la mañana. El tan prometido huracán había venido y se había retirado y yo sólo tenía una gotera.

Salí a caminar. Regresé. Tomé a mi bicicleta, una hermosa Brompton a quien nombré Big Bang, y salí a descubrir la ciudad.

***

La gente volvió a salir. Las calles invadidas por habitantes y turistas por igual, intentando esclarecer qué fue lo que transformó el huracán. La naturaleza de la ciudad, tal vez, ahora se debe caminar sin las pausas obligadas por las tiendas y los restaurantes, en su mayoría, cerrados.

La ciudad está hermosa. Es un especie de abandono pero con tranquilidad compartida y decepción por la desastre que no fue. Los parques, cerrados.

Las calles vacías. Sólo los que estamos en bicicleta y a pie existimos.

Es un Nueva York raro, con calor y humedad y vacuidad. Las tiendas cerradas, los restaurantes también. No hay coches. La ciudad es libre. Sólo un otoño prematuro causado por una mujer, por Irene, quien vino a desnudar del consumismo a esta gran manzana.

***

Me como unos noodles en un restaurante que hoy si abrió. Los cocineros son mexicanos. El dueño, un chino, fue por ellos a su casa, en su coche para que hoy sí abrieran.

Kelly A.K.

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