Camino las mismas cuadras varias veces
todos los días. De pronto puede parecer monótono, pero no lo es. Me acostumbro
a los horarios de los demás mientras observo. Cada vez que camino con la correa
roja que se extiende hasta mi cachorra, mi mirada permea otras imágenes,
personas caminantes. Los turistas abundan por acá, pero siempre son otros.
Tomando fotografías, encantados con la ciudad, buscándose en el mapa,
indefensos ante el sorpresivo cambio de clima.
Los turistas caminan más lento, su paso
no se encuentra a la velocidad de los habitantes.
Los idiomas mezclan a los locales con los
extranjeros. Melting pot, pensaba
esta noche, recordando la terminología de una clase de historia en mi
adolescencia.
La constancia es la rutina de la calle.
La basura la sacan por la noche, a eso de las once los camiones la recogen. Por
las mañanas traen los productos de ciertas tiendas, a las ocho. A la una de la
tarde se llena la calle de oficinistas en la búsqueda de alimento.
Otra constante es la tienda de puros,
tiene un ventanal que da a la calle. Se sientan hombres de todas las edades y
fuman, mirándonos la imagen que somos nosotros. Los mendigos que piden dinero
en cierta esquina, frente a la farmacia, junto a la tienda de veinticuatro
horas. Su tonada siempre es la misma, la repetición de la oración, pidiendo.
Camino con Lola, a veces con audífonos,
para escuchar las conversaciones ajenas mejor.
En noches calurosas las mesas exteriores
del restaurante de la esquina están llenas. Algunos saludan a Lola, otros la
ignoran. Ella busca bajo las mesas alguna pizca que robarse. Frente al
restaurante japonés siempre hay algunos choferes platicando mientras esperan.
Las caminatas con Lola en las mismas
cuadras se delinean de otros colores cada mañana, tarde y noche.